Subiría la montaña. Subiría hasta lo más alto posible, caminando vigorosamente, escalando incansable, solo para estar allá arriba y apreciar la vista. Ensalzarme con el viento escarchado golpeando mi rostro, raspando mi piel. Me posicionaría en el borde mismo del precipicio, acariciando la nada con los dedos, enfrentando mis miedos, sintiendo como de pronto se agolpan en mi pecho. Dejándome consumir por el fracaso, la desolación, la desesperación, el temor más grande, la paranoia, todas esas emociones. Me las tragaría, para darme fuerzas y arrojarme al vacio.
Cuando siento ese miedo terrible siempre me imagino lo mismo. Cuando estoy estresado. Cuando estoy cansado. Mi mente es asolada por la rabia inmensa y al final termina todo en energía, todo en poder, de hacer algo, de correr mil kilómetros y saltar a la nada, de terminar todo una vez por todas y saltar a las vias del tren, de por fin tener la fuerza necesaria para disparar el gatillo.
Y se manifiestan los fantasmas del pasado. Ese miedo terrible de volver a pasar otra vez por lo mismo y sentirme el más completo imbecil, un idiota, un irrisorio remedo de hombre cuya dignidad no vale más que un tapete, porque bien me podría pasar el mundo por encima y ya nada me podría importar. Que valgo yo. Que vale mi corazón. Que hago yo para buscarme siempre lo mismo, donde vuelco mis emociones que nada bueno sale. La verdad me da tanto miedo pasar por lo mismo que no quiero ni hablar.
Y la montaña se mantendrá impasible mientras me ve caer. Al llegar romperán sus vertientes recordando mi imagen.
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